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15 de diciembre de 2006

Vergüenza ajena

Ayer salí del trabajo con el ánimo justo como para no coger el metro, y meterme en uno de los múltiples autobuses que me llevan hasta mi casa desde Plaza Castilla. Dado que el trayecto era corto, preferí permancer de pie, justo enfrente de la puerta de salida trasera. El autobus se llenó enseguida de gente.

Pues bien, en apenas los veinte minutos que duró el viaje tuve tiempo suficente para ser testigo de dos comportamientos que, personalmente, detesto con toda mi alma y que me parecen una muestra de lo más bajuno y miserable de lo que a veces somos capaces las personas:

Continúa...


En una de las paradas, dos más allá de donde yo tomé el bus, subió un hombre mayor, quizá aún no anciano, pero que se movía lentamente y con dificultad, cojeando y apoyado en una muleta que sujetaba torpemente. Ví como el pobre hombre avanzaba a trompicones entre la gente para llegar a apoyarse en los pasamanos del lateral del autobus, donde yo me encontraba. Me quedé atónito cuando ví que nadie, absolutamente nadie, tuvo la mínima decencia de levantarse y cederle su asiento. Y no fué porque no lo vieran: una señora bien vestida, con la permanente recien hecha y un broche en el chaquetón, lo miró de soslayo y automáticamente giró la cabeza hacia la ventana, como si la cosa no fuera con ella; un chico jóven, con los auriculares clavados en sus orejas, levanto la vista de su libro y despues prosiguió indiferente con su lectura, no fuera que perdiera un segundo para culturizarse; y para colmo, otro hombre de mediana edad, lo vió una vez había pasado... y cerró los ojos como para dormir. No podía dar crédito a la flagrante falta de educación de estos individuos. Pero lo peor aún estaba por llegar.

El anciano permaneció de pie, paciente, hasta que poco antes de llegar a su destino se dirigió a la puerta de salida para esperar la próxima parada. Cuando el bus se detuvo observé que no había más de seis o siete personas en la marquesina, en fila para subir. Pues bien, cuando al autobus abrío sus puertas de entrada y de salida, una señorita de las que estaba esperando fuera, decidió que no le apetecía pagar el billete ni esperar a las seis personas que tenia delante (¡que barabaridad, seis personas!), por lo que, aprovechando que la puerta de salida se había abierto delante suya, se coló dentro. Naturalmente y como es de esperar en estos casos, no contenta sólo con colarse, la energúmena subió resuelta, avasallando y sin esperar a que la gente bajara, como si encima el resto del mundo tuviera que cederle la entrada. Y entre esa gente, el pobre anciano que vió como la polizona barrió su muleta de una patada (sin intención, supongo) y casi da con sus huesos en el suelo, sino llega a ser por el cuerpo de otro hombre que le detuvo. Todo por ahorrarse un mísero euro de billete, o por ser la más guay, lo que no le impidió llevarse las reprimendas de la gente que intentaba salir. Por lo menos, la mujer, al percatarse de lo que casi provoca, pidió mil perdones y excusas al anciano, que la disculpó (qué paciencia la suya) y descendio del autobús sin perder la serenidad y la compostura que habia mantenido en el trayecto.

Siempre he tenido la sensación de que la gente es capaz de transformarse en verdaderos animales sin escrúpulos en ciertas situaciones. Ayer lo comprobé por duplicado, y he de reconocer que cuando llegué a mi parada, bajé del autobús enojado y avergonzado de lo que a veces somos capaces.


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1 comentarios:

Anónimo dijo...

Si ahora que estamos en la sociedad del bien estar, de la calidad de vida y de la informacion somos asi, como seriamos si vivieramos hace 300 años ...
La verdad es que lo unico que vale ahora mismo para el mundo es yo, yo y solomente yo. Claro que un dia seremos nosotros los ancianos y entonces, ¡que bien me vendria que me dejaran el sitio!, ¡donde estara entonces la educacion - que no cultura - de la gente! ¡que miserables seran entonces que no ceden el sitio a un anciano como yo! ....

Yo, yo y solamente yo.

Super

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